Este año el protagonista de la sección Ópera prima es Jaime Chávarri. El historiador y programador Luis E. Parés recupera dos largometrajes en 8mm y en Super 8 que ilustran los comienzos del cineasta madrileño: Run, Blancanieves, Run (una particular Blancanieves y sus siete «enanitos») y Ginebra en los infiernos (el mito artúrico puesto al día en un trío amoroso). Con actores como Mercedes Juste, Iván Zulueta, Antonio Gasset, Carmen Santonja o Ricardo Franco, Chávarri empezó a poner las manos en la masa de lo que era su pasión. Reproducimos aquí un fragmento de una jugosa entrevista publicada en el libro Jaime Chávarri. Vivir rodando (ed. Rosa Álvares y Antolín Romero, publicado en 1999 por el Festival de Valladolid), en la que Chávarri habla de ello.
¿Qué te impulsó a rodar Run, Blancanieves, Run?
Sin duda, Mercedes Juste, la protagonista. Era una de mis compañeras de la Escuela. Me gustaba mucho, aunque no se lo dije. Hace unos años, en un festival de cine, volví a verla, y me dijo que en aquella época yo también le gustaba. ¡Y yo sin saberlo! Cuando interpretó a Blancanieves o a Ginebra, lo único que yo podía hacer era acariciarla con la cámara (y desnudarla ante ella, siempre que fuera posible).
Los amigos que en Run, Blancanieves, Run encarnaban a esos peculiares enanitos parecían seguirte en esa pasión callada…
Había más de un enanito que babeaba también por Mercedes. Pero a mí se me notaba menos porque disimulaba colocando los focos o manipulando la cámara. Llevaba muy preparado el guión técnico, aunque no supiera qué era eso ni que se llamase así. Según iba escribiendo el texto, anotaba «plano medio», «plano corto», etcétera. Incluso dibujaba storyboards.
¿Qué te interesaba del cuento de Blancanieves?
Era la historia de una actriz, una chica que, cuando llega a lo más alto, descubre la amargura y la soledad del éxito y se convierte en una desalmada… Lo enfoqué como un pastiche. Siempre me apoyaba en un material preexistente, en este caso un cuento infantil. Por otro lado, no era difícil asociar a Mercedes con siete señores enamorados de ella. Mi Blancanieves era una heroína ingénua, pero con un punto «sucio», porque, para triunfar, dejaba abandonados a sus enanitos. Run, Blancanieves, Run suponía también soñar con un mundo lleno de encanto, como el del «cinema», término que utilizaba en el film con cierta ironía, aunque fascinado por él. Pero ya empezaba a intuir su dureza.
El personaje interpretado por Mercedes Juste es similar al que encarnará tres años después en Ginebra en los infiernos. Ambas son mujeres con iniciativa propia, que luchan por lo que desean.
Nunca he creído demasiado en la debilidad de la mujer. Me había criado en una familia donde las mujeres nunca tuvieron que apoyarse en el feminismo para hacer lo que querían. En muchas de mis películas, los personajes femeninos se mueven por su cuenta; no hay mujeres subyugadas, porque no lo viví en mi entorno inmediato, aunque eso no significa que el asunto carezca de importancia.
En estos primeros trabajos haces muchos guiños a los géneros. Hay que destacar el uso de la música en Run, Blancanieves, Run. Entre esas regerencias destaca un claro homenaje al cine mudo.
Sí, utilicé temas musicales muy conocidos y que hacían referencia al western, al cine policíaco, a la comedia romántica…Los carteles que aparecen en Run, Blancanieves, Run están copiados de los que utilizaba la productora de Griffith para los rótulos. Los originales tenían una orla parecida, que yo simplifiqué. Lo del cine mudo tenía una explicación: como director, yo necesitaba empezar de cero, comenzaba a balbucear en un mundo desconocido. No podía sonorizar las películas y, en vez de jugar a hacer cine moderno mudo, prefería hacer cine mudo antiguo. Me servía para aprender qué pasaba con los tamaños de plano, hasta dónde se podía entender aquello sin carteles, o en qué lugar debería ponerlos para que se comprendiera la acción. Todos esos trucos me hicieron aprender mucho sobre narrativa.
¿Cómo surgió el proyecto de Ginebra en los infiernos?
El mito artúrico es un tema que siempre me ha interesado: he visto todas las películas, he leído todos los libros y he intentado seguir cuantos descubrimientos se han hecho sobre este asunto. Pensaba cómo hacer una película en la que, sin citar expresamente la leyenda arturiana, reflejara el famoso triángulo de Arturo, Ginebra y Lanzarote. Miré lo más cerca posible y escogí a tres amigos para contar la historia a través de ellos. Por supuesto, no podía prescindir de Mercedes Juste, que sería la protagonista. Completarían el trío Iván Zulueta y Antonio Gasset. Cuando rodé este film ya era alumno de la E.O.C. Algunos de los actores estudiaban también allí. Debo reconocer que esta película tampoco se entendia.
¿Qué supuso la película en tu carrera?
Fue el primer trabajo mío que empezó a verse. La solicitaban los cineclubs, los colegios mayores e incluso la Filmoteca. Aunque era una copia única, en Super 8 y material reversible, viajaba sin cesar. Pasó diez años yendo de un lado a otro, sin sufrir daño alguno. Teniendo en cuenta su formato, se difundió muchísimo. La vieron bastantes personas de la profesión y, de alguna manera, tanto a ella como a Los viajes escolares les debo haber podido rodar El desencanto.
¿Cómo te planteabas este tipo de trabajo? ¿Con un guión acabado?
Sí, lo llevaba todo escrito. De vez en cuando, los actores -sobre todo Zulueta- me decían: «esto no podemos decirlo; es absolutamente ridículo». Yo les daba la razón y hacía cambios sobre la marcha. Levaba a Emilio Martínez Lázaro como ayudante y, a veces, a Manolo Matji y a Ricardo Franco, que también salen en la película. En aquella época, ya quería mucho a Ricardo. Por eso le di el papel de boxeador que sí aprende a boxear. Y esa escena es precisamente de las que más me gustan de la película.
¿Qué pretendías transmitir?
En Ginebra en los infiernos hay un lado feminista, aunque al rodarla no me lo planteé. Tarde diez años en darme cuenta de que podía tener también esa lectura. Había cosas que quería contar pero que no fui capaz de transmitir; en cambio, aparecían elementos en los que ni siquiera había reparado. En definitiva, ni yo mismo sabía bien de qué trataba. Cuando empiezas no eres consciente de que hay una información que sólo manejas tú, y das por sentado cuestiones que el espectador desconoce. En Ginebra en los infiernos temía ya que alguna historia no se entendiera bien. Me ilusionaba, y a la vez me daba miedo, hacer una cosa que se entendiera, porque me alababan mucho con lo de la ambigüedad y el misterio… Si hubieran descubierto que lo que pasaba era que las cosas no me acababan de salir…
¿Cómo eran aquellos rodajes?
Filmábamos a lo largo de muchísimos meses, cuando tenía dinero para material. Los actores se dejaban barba, les crecía el pelo… Y yo no podía obligarles a nada, porque estaban trabajando gratis. Creo que ninguno pensó que pudiera acabarse algún día. Era una especie de juego.
¿Te preocupaba ya la dirección de actores?
No me enteré de lo que era hasta que trabajé en el teatro, en 1980. Simplemente decía: «Haz esto», siguiendo mi intuición. No tenía conocimientos, pero sí un gusto: las cosas hechas de una manera me gustaban y hechas de otra no. Si la película era muda, en el guión escribía: «La actriz pone cara de susto y se lleva las manos a los ojos». Como nadie se lo tomaba muy en serio, pues lo hacían y se iban a casa. Ninguno me acusó de no dirigirlos, de no entender su papel ni de desconocer cuáles eran las motivaciones del personaje. Aquello era sencillamente divertido. Lo que me preocupaba era aprender a contar historias y hacerlo con la menor cantidad de planos posible. Pero no sabía cómo. Hubo una época horrible en la que me obsesioné por los planos secuencia. Fue un sarampión que pasamos muchos realizadores de mi generación, por influencia del cine alemán intelectual y aburridísimo que circulaba entonces por los cineclubs. Yo vivía ya una complicada historia de amor y odio con el cine norteamericano. En cuanto a las preocupaciones técnicas, sencillamente no tenía. Cuando le pasaba algo muy importante al personaje, lo narraba con un primer plano; si iba por la calle, hacía un plano general, para que se viera dónde estaba.
¿Por qué doblaste a los actores en Ginebra en los infiernos?
El sonido del Super 8 lo imponía. Mercedes no vocalizaba aún como una actriz y la calidad del sonido era pésima. Elegí a otra compañera de la escuela, Elena Arnao, para que prestara su voz.
En esos primeros trabajos hay rasgos recurrentes, como el interés por la figura del padre ausente lo la psiquiatría, que volverían a aparece en Los viajes escolares y en El desencanto.
En Ginebra en los infiernos hay una escena importante, que es la del hombre a caballo. Simboliza el miedo y procede, como tantas otras cosas, de mis recuerdos de infancia. Cuando era pequeño, había en casa un libro con cuentos de terror romántico, de tapas de cuero y dibujos en oro titulado Los viajes escolares. Estaba ilustrado con grabados. Uno de los relatos iba acompañado por el dibujo de un hombre con chistera y vestido de negro, al que perseguía el esqueleto de un caballo. Es curioso que, sin darme cuenta, años después reflejara esa imagen en mi película. Nunca leí el cuento entero; tampoco he vuelto a ver el libro. Lo cogía antes de acostarme, para pasar miedo. Recuerdo que, el día que se rodó esa escena, faltaba el actor Leo Anchóriz. Filmé un plano que no se entiende. El personaje del boxeador se enfrenta a sus miedos y se destruye, pero los miedos no habían ido al rodaje. No sé si es suficientemente comprensible. Cada espectador puede intentar seguir un hilo distinto, porque la historia se presta a eso.
¿Qué te impulsó a rodar Run, Blancanieves, Run?
Sin duda, Mercedes Juste, la protagonista. Era una de mis compañeras de la Escuela. Me gustaba mucho, aunque no se lo dije. Hace unos años, en un festival de cine, volví a verla, y me dijo que en aquella época yo también le gustaba. ¡Y yo sin saberlo! Cuando interpretó a Blancanieves o a Ginebra, lo único que yo podía hacer era acariciarla con la cámara (y desnudarla ante ella, siempre que fuera posible).
Los amigos que en Run, Blancanieves, Run encarnaban a esos peculiares enanitos parecían seguirte en esa pasión callada…
Había más de un enanito que babeaba también por Mercedes. Pero a mí se me notaba menos porque disimulaba colocando los focos o manipulando la cámara. Llevaba muy preparado el guión técnico, aunque no supiera qué era eso ni que se llamase así. Según iba escribiendo el texto, anotaba «plano medio», «plano corto», etcétera. Incluso dibujaba storyboards.
¿Qué te interesaba del cuento de Blancanieves?
Era la historia de una actriz, una chica que, cuando llega a lo más alto, descubre la amargura y la soledad del éxito y se convierte en una desalmada… Lo enfoqué como un pastiche. Siempre me apoyaba en un material preexistente, en este caso un cuento infantil. Por otro lado, no era difícil asociar a Mercedes con siete señores enamorados de ella. Mi Blancanieves era una heroína ingénua, pero con un punto «sucio», porque, para triunfar, dejaba abandonados a sus enanitos. Run, Blancanieves, Run suponía también soñar con un mundo lleno de encanto, como el del «cinema», término que utilizaba en el film con cierta ironía, aunque fascinado por él. Pero ya empezaba a intuir su dureza.
El personaje interpretado por Mercedes Juste es similar al que encarnará tres años después en Ginebra en los infiernos. Ambas son mujeres con iniciativa propia, que luchan por lo que desean.
Nunca he creído demasiado en la debilidad de la mujer. Me había criado en una familia donde las mujeres nunca tuvieron que apoyarse en el feminismo para hacer lo que querían. En muchas de mis películas, los personajes femeninos se mueven por su cuenta; no hay mujeres subyugadas, porque no lo viví en mi entorno inmediato, aunque eso no significa que el asunto carezca de importancia.
En estos primeros trabajos haces muchos guiños a los géneros. Hay que destacar el uso de la música en Run, Blancanieves, Run. Entre esas regerencias destaca un claro homenaje al cine mudo.
Sí, utilicé temas musicales muy conocidos y que hacían referencia al western, al cine policíaco, a la comedia romántica…Los carteles que aparecen en Run, Blancanieves, Run están copiados de los que utilizaba la productora de Griffith para los rótulos. Los originales tenían una orla parecida, que yo simplifiqué. Lo del cine mudo tenía una explicación: como director, yo necesitaba empezar de cero, comenzaba a balbucear en un mundo desconocido. No podía sonorizar las películas y, en vez de jugar a hacer cine moderno mudo, prefería hacer cine mudo antiguo. Me servía para aprender qué pasaba con los tamaños de plano, hasta dónde se podía entender aquello sin carteles, o en qué lugar debería ponerlos para que se comprendiera la acción. Todos esos trucos me hicieron aprender mucho sobre narrativa.
¿Cómo surgió el proyecto de Ginebra en los infiernos?
El mito artúrico es un tema que siempre me ha interesado: he visto todas las películas, he leído todos los libros y he intentado seguir cuantos descubrimientos se han hecho sobre este asunto. Pensaba cómo hacer una película en la que, sin citar expresamente la leyenda arturiana, reflejara el famoso triángulo de Arturo, Ginebra y Lanzarote. Miré lo más cerca posible y escogí a tres amigos para contar la historia a través de ellos. Por supuesto, no podía prescindir de Mercedes Juste, que sería la protagonista. Completarían el trío Iván Zulueta y Antonio Gasset. Cuando rodé este film ya era alumno de la E.O.C. Algunos de los actores estudiaban también allí. Debo reconocer que esta película tampoco se entendia.
¿Qué supuso la película en tu carrera?
Fue el primer trabajo mío que empezó a verse. La solicitaban los cineclubs, los colegios mayores e incluso la Filmoteca. Aunque era una copia única, en Super 8 y material reversible, viajaba sin cesar. Pasó diez años yendo de un lado a otro, sin sufrir daño alguno. Teniendo en cuenta su formato, se difundió muchísimo. La vieron bastantes personas de la profesión y, de alguna manera, tanto a ella como a Los viajes escolares les debo haber podido rodar El desencanto.
¿Cómo te planteabas este tipo de trabajo? ¿Con un guión acabado?
Sí, lo llevaba todo escrito. De vez en cuando, los actores -sobre todo Zulueta- me decían: «esto no podemos decirlo; es absolutamente ridículo». Yo les daba la razón y hacía cambios sobre la marcha. Levaba a Emilio Martínez Lázaro como ayudante y, a veces, a Manolo Matji y a Ricardo Franco, que también salen en la película. En aquella época, ya quería mucho a Ricardo. Por eso le di el papel de boxeador que sí aprende a boxear. Y esa escena es precisamente de las que más me gustan de la película.
¿Qué pretendías transmitir?
En Ginebra en los infiernos hay un lado feminista, aunque al rodarla no me lo planteé. Tarde diez años en darme cuenta de que podía tener también esa lectura. Había cosas que quería contar pero que no fui capaz de transmitir; en cambio, aparecían elementos en los que ni siquiera había reparado. En definitiva, ni yo mismo sabía bien de qué trataba. Cuando empiezas no eres consciente de que hay una información que sólo manejas tú, y das por sentado cuestiones que el espectador desconoce. En Ginebra en los infiernos temía ya que alguna historia no se entendiera bien. Me ilusionaba, y a la vez me daba miedo, hacer una cosa que se entendiera, porque me alababan mucho con lo de la ambigüedad y el misterio… Si hubieran descubierto que lo que pasaba era que las cosas no me acababan de salir…
¿Cómo eran aquellos rodajes?
Filmábamos a lo largo de muchísimos meses, cuando tenía dinero para material. Los actores se dejaban barba, les crecía el pelo… Y yo no podía obligarles a nada, porque estaban trabajando gratis. Creo que ninguno pensó que pudiera acabarse algún día. Era una especie de juego.
¿Te preocupaba ya la dirección de actores?
No me enteré de lo que era hasta que trabajé en el teatro, en 1980. Simplemente decía: «Haz esto», siguiendo mi intuición. No tenía conocimientos, pero sí un gusto: las cosas hechas de una manera me gustaban y hechas de otra no. Si la película era muda, en el guión escribía: «La actriz pone cara de susto y se lleva las manos a los ojos». Como nadie se lo tomaba muy en serio, pues lo hacían y se iban a casa. Ninguno me acusó de no dirigirlos, de no entender su papel ni de desconocer cuáles eran las motivaciones del personaje. Aquello era sencillamente divertido. Lo que me preocupaba era aprender a contar historias y hacerlo con la menor cantidad de planos posible. Pero no sabía cómo. Hubo una época horrible en la que me obsesioné por los planos secuencia. Fue un sarampión que pasamos muchos realizadores de mi generación, por influencia del cine alemán intelectual y aburridísimo que circulaba entonces por los cineclubs. Yo vivía ya una complicada historia de amor y odio con el cine norteamericano. En cuanto a las preocupaciones técnicas, sencillamente no tenía. Cuando le pasaba algo muy importante al personaje, lo narraba con un primer plano; si iba por la calle, hacía un plano general, para que se viera dónde estaba.
¿Por qué doblaste a los actores en Ginebra en los infiernos?
El sonido del Super 8 lo imponía. Mercedes no vocalizaba aún como una actriz y la calidad del sonido era pésima. Elegí a otra compañera de la escuela, Elena Arnao, para que prestara su voz.
En esos primeros trabajos hay rasgos recurrentes, como el interés por la figura del padre ausente lo la psiquiatría, que volverían a aparece en Los viajes escolares y en El desencanto.
En Ginebra en los infiernos hay una escena importante, que es la del hombre a caballo. Simboliza el miedo y procede, como tantas otras cosas, de mis recuerdos de infancia. Cuando era pequeño, había en casa un libro con cuentos de terror romántico, de tapas de cuero y dibujos en oro titulado Los viajes escolares. Estaba ilustrado con grabados. Uno de los relatos iba acompañado por el dibujo de un hombre con chistera y vestido de negro, al que perseguía el esqueleto de un caballo. Es curioso que, sin darme cuenta, años después reflejara esa imagen en mi película. Nunca leí el cuento entero; tampoco he vuelto a ver el libro. Lo cogía antes de acostarme, para pasar miedo. Recuerdo que, el día que se rodó esa escena, faltaba el actor Leo Anchóriz. Filmé un plano que no se entiende. El personaje del boxeador se enfrenta a sus miedos y se destruye, pero los miedos no habían ido al rodaje. No sé si es suficientemente comprensible. Cada espectador puede intentar seguir un hilo distinto, porque la historia se presta a eso.
¿Qué te impulsó a rodar Run, Blancanieves, Run?
Sin duda, Mercedes Juste, la protagonista. Era una de mis compañeras de la Escuela. Me gustaba mucho, aunque no se lo dije. Hace unos años, en un festival de cine, volví a verla, y me dijo que en aquella época yo también le gustaba. ¡Y yo sin saberlo! Cuando interpretó a Blancanieves o a Ginebra, lo único que yo podía hacer era acariciarla con la cámara (y desnudarla ante ella, siempre que fuera posible).
Los amigos que en Run, Blancanieves, Run encarnaban a esos peculiares enanitos parecían seguirte en esa pasión callada…
Había más de un enanito que babeaba también por Mercedes. Pero a mí se me notaba menos porque disimulaba colocando los focos o manipulando la cámara. Llevaba muy preparado el guión técnico, aunque no supiera qué era eso ni que se llamase así. Según iba escribiendo el texto, anotaba «plano medio», «plano corto», etcétera. Incluso dibujaba storyboards.
¿Qué te interesaba del cuento de Blancanieves?
Era la historia de una actriz, una chica que, cuando llega a lo más alto, descubre la amargura y la soledad del éxito y se convierte en una desalmada… Lo enfoqué como un pastiche. Siempre me apoyaba en un material preexistente, en este caso un cuento infantil. Por otro lado, no era difícil asociar a Mercedes con siete señores enamorados de ella. Mi Blancanieves era una heroína ingénua, pero con un punto «sucio», porque, para triunfar, dejaba abandonados a sus enanitos. Run, Blancanieves, Run suponía también soñar con un mundo lleno de encanto, como el del «cinema», término que utilizaba en el film con cierta ironía, aunque fascinado por él. Pero ya empezaba a intuir su dureza.
El personaje interpretado por Mercedes Juste es similar al que encarnará tres años después en Ginebra en los infiernos. Ambas son mujeres con iniciativa propia, que luchan por lo que desean.
Nunca he creído demasiado en la debilidad de la mujer. Me había criado en una familia donde las mujeres nunca tuvieron que apoyarse en el feminismo para hacer lo que querían. En muchas de mis películas, los personajes femeninos se mueven por su cuenta; no hay mujeres subyugadas, porque no lo viví en mi entorno inmediato, aunque eso no significa que el asunto carezca de importancia.
En estos primeros trabajos haces muchos guiños a los géneros. Hay que destacar el uso de la música en Run, Blancanieves, Run. Entre esas regerencias destaca un claro homenaje al cine mudo.
Sí, utilicé temas musicales muy conocidos y que hacían referencia al western, al cine policíaco, a la comedia romántica…Los carteles que aparecen en Run, Blancanieves, Run están copiados de los que utilizaba la productora de Griffith para los rótulos. Los originales tenían una orla parecida, que yo simplifiqué. Lo del cine mudo tenía una explicación: como director, yo necesitaba empezar de cero, comenzaba a balbucear en un mundo desconocido. No podía sonorizar las películas y, en vez de jugar a hacer cine moderno mudo, prefería hacer cine mudo antiguo. Me servía para aprender qué pasaba con los tamaños de plano, hasta dónde se podía entender aquello sin carteles, o en qué lugar debería ponerlos para que se comprendiera la acción. Todos esos trucos me hicieron aprender mucho sobre narrativa.
¿Cómo surgió el proyecto de Ginebra en los infiernos?
El mito artúrico es un tema que siempre me ha interesado: he visto todas las películas, he leído todos los libros y he intentado seguir cuantos descubrimientos se han hecho sobre este asunto. Pensaba cómo hacer una película en la que, sin citar expresamente la leyenda arturiana, reflejara el famoso triángulo de Arturo, Ginebra y Lanzarote. Miré lo más cerca posible y escogí a tres amigos para contar la historia a través de ellos. Por supuesto, no podía prescindir de Mercedes Juste, que sería la protagonista. Completarían el trío Iván Zulueta y Antonio Gasset. Cuando rodé este film ya era alumno de la E.O.C. Algunos de los actores estudiaban también allí. Debo reconocer que esta película tampoco se entendia.
¿Qué supuso la película en tu carrera?
Fue el primer trabajo mío que empezó a verse. La solicitaban los cineclubs, los colegios mayores e incluso la Filmoteca. Aunque era una copia única, en Super 8 y material reversible, viajaba sin cesar. Pasó diez años yendo de un lado a otro, sin sufrir daño alguno. Teniendo en cuenta su formato, se difundió muchísimo. La vieron bastantes personas de la profesión y, de alguna manera, tanto a ella como a Los viajes escolares les debo haber podido rodar El desencanto.
¿Cómo te planteabas este tipo de trabajo? ¿Con un guión acabado?
Sí, lo llevaba todo escrito. De vez en cuando, los actores -sobre todo Zulueta- me decían: «esto no podemos decirlo; es absolutamente ridículo». Yo les daba la razón y hacía cambios sobre la marcha. Levaba a Emilio Martínez Lázaro como ayudante y, a veces, a Manolo Matji y a Ricardo Franco, que también salen en la película. En aquella época, ya quería mucho a Ricardo. Por eso le di el papel de boxeador que sí aprende a boxear. Y esa escena es precisamente de las que más me gustan de la película.
¿Qué pretendías transmitir?
En Ginebra en los infiernos hay un lado feminista, aunque al rodarla no me lo planteé. Tarde diez años en darme cuenta de que podía tener también esa lectura. Había cosas que quería contar pero que no fui capaz de transmitir; en cambio, aparecían elementos en los que ni siquiera había reparado. En definitiva, ni yo mismo sabía bien de qué trataba. Cuando empiezas no eres consciente de que hay una información que sólo manejas tú, y das por sentado cuestiones que el espectador desconoce. En Ginebra en los infiernos temía ya que alguna historia no se entendiera bien. Me ilusionaba, y a la vez me daba miedo, hacer una cosa que se entendiera, porque me alababan mucho con lo de la ambigüedad y el misterio… Si hubieran descubierto que lo que pasaba era que las cosas no me acababan de salir…
¿Cómo eran aquellos rodajes?
Filmábamos a lo largo de muchísimos meses, cuando tenía dinero para material. Los actores se dejaban barba, les crecía el pelo… Y yo no podía obligarles a nada, porque estaban trabajando gratis. Creo que ninguno pensó que pudiera acabarse algún día. Era una especie de juego.
¿Te preocupaba ya la dirección de actores?
No me enteré de lo que era hasta que trabajé en el teatro, en 1980. Simplemente decía: «Haz esto», siguiendo mi intuición. No tenía conocimientos, pero sí un gusto: las cosas hechas de una manera me gustaban y hechas de otra no. Si la película era muda, en el guión escribía: «La actriz pone cara de susto y se lleva las manos a los ojos». Como nadie se lo tomaba muy en serio, pues lo hacían y se iban a casa. Ninguno me acusó de no dirigirlos, de no entender su papel ni de desconocer cuáles eran las motivaciones del personaje. Aquello era sencillamente divertido. Lo que me preocupaba era aprender a contar historias y hacerlo con la menor cantidad de planos posible. Pero no sabía cómo. Hubo una época horrible en la que me obsesioné por los planos secuencia. Fue un sarampión que pasamos muchos realizadores de mi generación, por influencia del cine alemán intelectual y aburridísimo que circulaba entonces por los cineclubs. Yo vivía ya una complicada historia de amor y odio con el cine norteamericano. En cuanto a las preocupaciones técnicas, sencillamente no tenía. Cuando le pasaba algo muy importante al personaje, lo narraba con un primer plano; si iba por la calle, hacía un plano general, para que se viera dónde estaba.
¿Por qué doblaste a los actores en Ginebra en los infiernos?
El sonido del Super 8 lo imponía. Mercedes no vocalizaba aún como una actriz y la calidad del sonido era pésima. Elegí a otra compañera de la escuela, Elena Arnao, para que prestara su voz.
En esos primeros trabajos hay rasgos recurrentes, como el interés por la figura del padre ausente lo la psiquiatría, que volverían a aparece en Los viajes escolares y en El desencanto.
En Ginebra en los infiernos hay una escena importante, que es la del hombre a caballo. Simboliza el miedo y procede, como tantas otras cosas, de mis recuerdos de infancia. Cuando era pequeño, había en casa un libro con cuentos de terror romántico, de tapas de cuero y dibujos en oro titulado Los viajes escolares. Estaba ilustrado con grabados. Uno de los relatos iba acompañado por el dibujo de un hombre con chistera y vestido de negro, al que perseguía el esqueleto de un caballo. Es curioso que, sin darme cuenta, años después reflejara esa imagen en mi película. Nunca leí el cuento entero; tampoco he vuelto a ver el libro. Lo cogía antes de acostarme, para pasar miedo. Recuerdo que, el día que se rodó esa escena, faltaba el actor Leo Anchóriz. Filmé un plano que no se entiende. El personaje del boxeador se enfrenta a sus miedos y se destruye, pero los miedos no habían ido al rodaje. No sé si es suficientemente comprensible. Cada espectador puede intentar seguir un hilo distinto, porque la historia se presta a eso.